jueves, 19 de abril de 2018

¡Que vivan los novios!

Desde la creación de este blog, allá por abril de 2006, he publicado ya infinidad de posts con graciosas descripciones de conductas, costumbres y personajes. Entre ellos han desfilado el de los ventajeros, los sabelotodo, los contreras, los fotógrafos compulsivos y muchos más. Con el propósito de recopilarlos en un libro, durante algunos meses me dediqué a reescribir gran parte de dichos textos. En determinados casos sólo realicé actualizaciones, adaptaciones o correcciones de sintaxis, y en otros pude explayarme un poco más sobre cada tema, quedando los escritos originales sensiblemente modificados. Uno de estos últimos fue el post con el que inauguré este espacio: el de los casamientos.
Aquí va, entonces, su merecido revival...

A esta altura de mi vida, se podría decir que odio las fiestas de casamiento. Así como lo digo. Durante esas largas horas de jolgorio ajeno me siento sometido, manipulado, aburrido, cargoseado, aturdido, encerrado... En definitiva, la paso como el reverendo orto, por decirlo de alguna manera elegante.
Los días previos a un casorio ya me deprimen. Y no lo digo con orgullo, ya que posiblemente esté frente a un problema serio y profundo. Tal vez tenga como destino inexorable el diván de algún psicólogo o, en el más complejo de los casos, deba someterme a una terapia de vidas pasadas o algo similar. No descarto nada. Admito esta fobia social, y hasta llega a preocuparme. Pero mientras tanto tengo mis razones.
 
¿Por dónde empiezo? A ver... No me gusta bailar, y, lamentablemente, todo casamiento que se precie está armado en función a la pachanga. No hay forma de zafar. Te sirven el plato frío, y cuando estás por mandar el último bocado de pavita a la boca... ¡el vals! Te traen la comida principal, y cuando masticaste la última papita noisette... ¡¡salsa!! Te sirven el postre, y justo cuando te estás por clavar el último pedazo de lemon pie o de isla flotante... ¡¡¡carnaval carioca!!! Ni que el turro del DJ te estuviera espiando con un drone justo arriba de tu mesa.
Y es ley no escrita que con el primer acorde debe suspenderse todo lo que estás haciendo. A la pista, es la orden. Comer. Bailar. Comer. Bailar. Y así indefinidamente hasta que se agote el menú o el extenso repertorio del pinchadiscos. Y ambos son de largo aliento.
 
Dije más arriba que detesto bailar. Me corrijo, no me gusta bailar la música que no me gusta. Y generalmente es la que pasan en los casamientos. Latinaje berreta, para ser más exacto. “¡Es música para joder, boludo! ¿Qué querés que te pasen? ¿King Crimson? ¿Free Jazz?”, me retan enérgicamente en medio del batifondo cuando les doy este argumento. "... y ojo, te aclaro que a mí tampoco me gusta, ¿eh?; jamás me compraría un CD de estos tipos. Pero para pachanguear está buena", agregan justificándose y moviendo los bracitos para simular ritmo. Y perdónenme que los contradiga, pero esta explicación hipócrita no la acepto bajo ningún punto de vista. Para mí la cuestión es muy simple: ¿la bailás? entonces TE GUSTA. Si determinada música te induce a mover el cuerpo, es que algo te provoca, algo sentís. No hay otra, macho. Sincerate. Salí de una puta vez del closet musical.

Y si ya me detona los oídos toda esa artillería cumbianchera, cuartetera y caribeña, tengo que soportar a los personajes más cargosos de todo este entuerto: los que no te pueden ver sentado. “¡¡¡Daaaale amaaarrrgo, vení a bailar!!!”, tengo que escuchar desde la pista, cuando no vienen directamente a sacarte por la fuerza tomándote de un brazo. Y no cuenta para tu currículum si durante la cena te mostraste simpático, conversador o gracioso; si no bailás, pasás sin escalas a ser el invitado más aburrido de la fiesta. No hay argumento capaz de repeler al acosador, y si lo hubiera, en ese particular contexto llevás, por lejos, las de perder. El ruido ahoga todas las palabras, y fundamentar tu postura a voz en cuello te deja afónico y rozando la ridiculez.

Al margen de los devenires de la pista y sus adyacencias, otro tema delicado es la distribución de los invitados. O sea, a qué sector del salón fuiste a parar y con quién. “Te puse en una mesa re-piola”, te anuncia días antes la novia para crearte expectativa. Expectativa, las pelotas: encontrás de cada pago un paisano, para tu asombro y decepción. Una tía solterona que se bañó en desodorante de ambientes, un ex-compañero de la secundaria del novio que sólo habla de filosofía, una vecinita del barrio que resultó ser más muda que película de Chaplin, una compañera de la “facu” de la novia que no quita la vista del celular ni que estalle una bomba, y finalmente un matrimonio vegano que conocieron los novios en sus últimas vacaciones en la India. Mejor que el menú no incluya carne o pollo porque esa pequeña reunión termina en trifulca.

Con el correr de la noche te vas resignando mansamente a tus compañeros de mesa, a las reiteradas fotos de rigor impostando alegría, a los espasmos musicales que te encarajinan la digestión, pero aun tenés que hacerle frente a otro calvario: los momentos emotivos. Se trata de efectivos golpes en el bajo vientre que apuntan directamente a ese nutrido público de lágrima fácil.
Alguien baja las luces y se escucha el soundtrack de alguna película de amor. Toma la palabra el novio. Habla luego la novia. Agradecen. Se miran. Se besan. Se tocan. Pasan un video de cuando eran purretes. Pasan otro con saludos de todos los mismos que están en el salón y que acaban de saludar a la pareja en persona. La gente llora. Aplaude. Llora. Aplaude. La fiesta alcanza su clímax, y se emociona hasta esa hija de puta que le tiró los perros al novio un par de meses antes de casarse. Divino todo.
Se produce un premeditado bache para que, por enésima vez, la gente se arrime al flamante matrimonio. En una mesa relucen varias hileras de copas de champán y es momento del brindis. ¿Alguien se tomó el laburo de contabilizar las veces que felicitó, abrazó y les deseó las mismas pelotudeces a los novios? Lo pregunto en serio, no es joda. Seguime con este cálculo:

1) Antes de entrar al Civil.
2) En el Civil (después de las firmas, claro; ya son oficialmente marido y mujer).
3) A la salida del Civil (bombardeo de arroz mediante).
4) A la salida de la iglesia (en el famoso atrio).
5) Cuando entran al salón de fiestas.
6) Durante el vals.
7) En el dichoso video.
8) Con el brindis y el corte de la torta.
9) Cuando abandonamos la fiesta.
 
Y seguramente me olvidé de alguna otra ocasión, como para redondear la decena. ¿Es necesario tanto? Lo más patético es el tumulto que se forma alrededor de la parejita feliz con el propósito de saludarlos. La excitada turba se abalanza cual moscas al azúcar o cual transeúntes frente a una promoción callejera de cremas de enjuague. Todos te empujan, te pisan y te codean porque quieren ser los primeros en estamparles un beso o un abrazo. Todos creen que de esa forma están ingresando al selecto top ten de los más íntimos.
Yo propongo que con las invitaciones te otorguen un número de orden, como en cualquier trámite municipal o bancario. Y que ese número te sirva para todos los casos mencionados arriba. Entonces vos ya sabés que sos el 5, el 17 ó el 215, por poner un ejemplo. De esa forma, ni un primo figuretti o una cuñada arpía te van a pasar por arriba. A la cola, muchachos. Qué tanto.

Reconozco que fui cruel y lapidario, pero odiaría cerrar esta delicada cuestión sin dejar en claro un par de cositas importantes. En realidad, lo que quiero proponerles a esos amigos que están por casorearse es algo así como un intercambio de favores.

Es sencillo. De mi parte, queridos tortolitos, sepan que seré el primero en apoyarlos, y que les enviaré toda la buena vibra que se puedan imaginar. Los voy a felicitar (una sola vez, je, no se hagan ilusiones), y les haré el regalo correspondiente. Sepan que, en este último ítem, no voy a esquivar el bulto. Ustedes, amiguitos míos, háganme a mí el mejor de los regalos. No es un bien material, ni tienen que desembolsar un mango. Es absolutamente gratis y, aunque no lo crean, con eso solito me van a convertir en el ser más dichoso de este planeta: NO ME INVITEN A SU FIESTA.
Y es un cubierto menos, piénsenlo así.

2 comentarios:

Sil dijo...

Armando! Acerca de los que te quieren obligar a bailar y cómo odio eso, fui a buscar a mi blog lo que yo había escrito al respecto, y me encontré con que justo en ese post dejaste tu primer comentario y pusiste el link a tu blog y ahí te empecé a seguir :)
Saludos!

Armando De Giácomo dijo...

Jajaja!! Sí, claro, me acuerdo. Precisamente a raíz de la reescritura de este post es que pasé nuevamente por tu blog.
Ahora estoy reescribiendo un post sobre los personajes que pululan en Facebook. Cuando lo tenga listo te aviso.
Saludos!!