lunes, 16 de enero de 2012

El relax puede esperar

Ya hablé en su momento de todo el insoportable cotillón mediático que viene adosado al verano (ver aquí y también aquí) y ganas no me faltan de volver a hacerlo. Pero para no aburrirlos, en esta oportunidad voy a hacer foco sobre otro clásico de la temporada estival: las extrañas costumbres de los veraneantes argentinos.

Para determinado sector del género humano, las vacaciones son un período que sirve para desconectarse de la rutina cotidiana y realizar actividades relajantes, novedosas, exóticas o placenteramente riesgosas. O para no realizar nada, directamente. El cuerpo y la mente se desintoxican y uno vuelve renovado y con las pilas cargadas para encarar el nuevo ciclo laboral. Sin embargo, existe otro grupete que toma este anhelado impasse en el trabajo como una prolongación de todo lo que vienen haciendo durante el resto del año. Es decir, no cortan ni muestran intenciones de cortar. Repiten con gusto los mismos hábitos, las mismas costumbres y, aunque parezca mentira, los mismos padecimientos. Y protagonizan situaciones como las que siguen a continuación.

VAMOS A LA PLAYA
Me animaría a decir que la gran mayoría de estos especímenes elige como destino a la Costa Atlántica. Pueden llegar a veranear en Pinamar, en Gesell, en Punta si les da el cuero, pero su lugar en el mundo es Mar del Plata y en el mes de Enero. Se los van imaginando, ¿no?
Sus días son largos y arrancan agitados. Si no optan por las atestadas playas del Centro, se suben al auto y parten en numerosa y conflictiva prole hacia los balnearios que están más allá del Puerto. Por supuesto, en el camino se encuentran con esa manada motorizada que tuvo la misma idea que ellos, y el habitáculo se caldea porque todos se reprochan no haber salido más temprano. Llenan de puteadas al conductor de adelante porque no anunció un giro a la izquierda, maldicen a un semáforo que no está sincronizado, y con algo de esfuerzo llegan. Alterados pero llegan.

Previo altercado con el “trapito” de turno que les quiere hacer dejar el auto a 200 metros de la arena, se abocan a la tarea de desensillar. Sacan del baúl las lonas, el juego de tejo y la pesada sombrilla. El calor empieza a apretar y al chequear el interior de la heladerita se arma el primer toletole del día. “¡Faltan los sanguches de mortadela! ¿Dónde carajo están?”, pregunta contrariado el jefe de familia, cuyo humor ya viene medio flojo de papeles a causa del tráfico. “Yo los dejé arriba de la mesa”, responde una de las hijas para deslindar culpas, mientras intercambia mensajitos con su novio que está en Mar del Tuyú. “Uy, ¿no me digas que quedaron en el departamento?”, se lamenta la esposa llevándose la mano a la frente. “¡¡¡Me querés decir ahora qué mierda como; si saben perfectamente que no me gustan los de salchichón primavera!!!”, dispara el hombre casi a los gritos. “Bueno, te los comés a la noche, papá”, sugiere el hijo varón para poner paños fríos. “No digas pelotudeces. ¿Sabés cómo van a estar esos sandwiches a la noche? ¡¡¡No te los toco ni en pedo!!!”, avisa furioso y con la presión en franco ascenso. Por supuesto, la cara de orto le quedará para el resto del día, pero esto es sólo el comienzo.

En el camino vuelven a trenzarse acaloradamente por esa reposera que nadie quiere acarrear y finalmente hacen su entrada triunfal al reducto playero. Encontrar un metro cuadrado donde clavar la sombrilla es una misión imposible, y más aun deambulando sobre una arena que cocinaría un pollo en cuestión de minutos. Todos marchan con precaución; es que bajarse accidentalmente de las ojotas significaría cambiar de planes y rumbear urgente hacia algún centro del quemado.

LAS OLAS Y EL VIENTO
Llega el momento de arrimarse a la orilla, y para tamaña empresa deben lidiar con una barrera humana más impenetrable que el Amazonas. Consejo para los hombres: avanzá sin distraerte; por mirar excesivamente un culo podés llegar a pisar un pie, patear una barriga o caer en una fosa de dos metros cavada por un grupo de párvulos inquietos. Consejo para toda la familia: si tenés GPS, cargá el waypoint de la sombrilla porque el regreso del mar puede ser complicado. Acordate que la arena está que pela.

La hora del almuerzo tampoco está exenta de conflictos. El marido se lastra el salchichón no sin mostrar cara de asco, la niña más chica berrea porque la gaseosa está caliente, y el púber del medio protesta porque no trajeron la mayonesa. Todos mastican tensos porque saben que el peligro acecha: cualquier alimento que aterrice en la arena quedará irremediablemente rebozado y su destino será el tacho de basura. La gaseosa caliente ya está intomable y todos están con los chegusán a mitad del gañote porque el cocacolero se demoró en el balneario de al lado.

NOS VAMOS PONIENDO TECNOS
Como no podría ser de otra manera, estos veraneantes tampoco pueden abandonar su condición de workaholics o de adictos a la tecnología. No saben muy bien porqué pero los aterra vivir desconectados. Necesitan mandar mensajes, chequear mails y compartir sus devenires con todos sus contactos. Si la playa elegida tiene servicio de Wi-Fi, los smartphones, las tablets y las notebooks empiezan a trabajar a destajo. “No se imaginan el orto que acabo de ver”, publica el adolescente jeropa en su muro de facebook. La vulgaridad del comentario pasa a segundo plano, lo importante es que abajo se lea bien clarito “enviado desde un dispositivo móvil”. “¿Por qué me cuesta atravesar la rompiente?”, pregunta en cambio la madre cuarentona a través de la misma red social. Los 58 “me gusta” que recibe en menos de 10 minutos la animan a más: “¡¡¡La ola me llevó las ojotaaaaaas!!! ¡¡¡Qué bajooooónnnnnn!!!!!!!!!”, vuelve a escribir. “¡¡¡¡¡Boludaaaaaaa!!!!!!”, recibe sin anestesia por parte de algún contacto que está al reverendo pedo en Buenos Aires, pero que no se quedó para nada corto con el epíteto. “Me acaba de picar una agua viva y me arde”, publica la hija mayor desde su cuenta de twitter, para preocupación de sus followers. “El salchichón me cayó para el ojete”, escribe el jefe de familia sentado en el biorsi del balneario, con una mano sosteniendo el smartphone y con la otra arañando los azulejos. Me imagino el día que inventen los teléfonos sumergibles: “¡¡¡¡Me estoy ahogandoooooo!!!!”, va a postear algún pelotudo.

REGRESO SIN GLORIA
Es tiempo de levantar campamento y regresar al hotel o a la casa alquilada. Guardan el mate, lo que quedó de las facturas y el padre caga a pedos nuevamente al hijo porque no sabe plegar las reposeras. “Che, falta un tejo”, anuncia una de las hijas con rostro serio. La noticia cae como un baldazo de agua más fría que la del mar. Todos se ponen a buscar frenéticamente la pieza, hasta que regresa la madre del baño y avisa que ya faltaba desde el verano pasado.

Con desgano, vuelven a meter todo en el baúl y arrancan. El auto permaneció 8 largas horas al sol y su temperatura interior deja al Cañón de Talampaya a la altura de una base antártica. La ruta es un caos, parece el Éxodo Jujeño. Desde la playa hasta el Puerto no salen de primera y segunda y después del Puerto, de segunda y primera, o sea, peor. “¡¡¿¿Dónde querés que te lleve, master??!!”, le grita furioso el hombre a un pobre flaquito que le hace dedo en la banquina. El aire acondicionado enfría la transpiración y se escucha algún que otro estornudo. El hijo no puede apoyar la espalda en el asiento porque de canchero rehusó ponerse pantalla y el sol se la dejó como un morrón.
Aterrizan en el Centro y el drama ahora es encontrar estacionamiento. Todos los automovilistas están en la misma y se tiran arriba del primer huequito cual aguiluchos hambrientos. A la vigésima vuelta manzana se convencen de que lo mejor es pagar una cochera. “Me quedó un lugarcito en el quinto subsuelo, capo”, le tira con voz ronca el encargado. La familia se baja en la calle y el hombre regresa a pie de las profundidades con las pulsaciones en 180.

EL QUE ESPERA DESESPERA
Luego de los clásicos y conflictivos turnos para ducharse, deciden salir a cenar afuera. Y la cosa también viene complicada, para qué te voy a mentir. En el restaurant de pastas hay cola. En la parrillita avisan que hay 30 minutos de espera. En el tenedor libre de la peatonal, 45’. En el de pescados y mariscos se acaba de esguinzar un mozo y no dan seguridad de nada. Al final optan por el de la carne a las brasas y aceptan mansamente la demora. Y es curioso el comportamiento de determinadas personas: reaccionan con bocinazos y puteadas frente a un embotellamiento de tránsito y al mismo tiempo son capaces de apostarse una hora en la calle para entrar a comer a un restaurant. Difícil de explicar hasta para un sociólogo.

Finaliza la cena y para apurar la digestión salen a dar la vuelta al perro por la peatonal. Es imposible dar dos pasos seguidos sin esquivar a un mantero o aplastarle un reloj a algún morocho senegalés. Sus desplazamientos son a velocidad de tortuga embarazada porque en la misma cuadra se juntaron un mimo, un imitador de Sabina y un par de ladris enseñando a bailar reggaetón.
Antes de irse a apoliyar planean la actividad para el día siguiente. Si el clima pinta bueno repetirán la rutina playera y si amanece fulero prevalecerá la idea de ir a comprar pulóveres a buen precio. Porque si no se traen pulóveres torabas de Mar del Plata, para qué corno fueron, pensarán. 

BALANCE DE LAS VACACIONES
Toda la troupe vuelve a Buenos Aires más estresada (y peleada) de lo que se fue. Sin embargo, en la oficina, en el café, en el gimnasio y en las charlas de peluquería se escucharán declaraciones como “¡Ahhh, durante estos días que estuvimos afuera, no te das una idea de cómo nos desenchufamos!”, “¡Qué bien que te hace cambiar de aire!”. ¿De qué se desenchufaron? ¿Qué aire cambiaron? ¿Será sincero lo que dicen? ¿Quisieron desenchufarse o en realidad buscaron trasladar 400, 500 o 1000 kilómetros su rutina diaria para sentirse seguros en un sitio alejado de su hogar?

Alguna vez leí que a la mayoría de los seres humanos nos asusta lo que no conocemos bien, y para sentirnos a salvo recurrimos a rituales que nos acercan más a nuestra vida cotidiana, nos refugiamos en actividades que podemos dominar. Y exactamente eso es lo que ocurre año tras año en nuestras playas. “Sabés que estando allá no extrañé para nada Buenos Aires”, agregará presumido algún otro por ahí. Y cómo van a extrañar si nunca se fueron.


Aclaración por si hace falta: Mar del Plata me parece una de las ciudades más lindas de la Argentina... durante el resto del año y sin turistas, por supuesto.

7 comentarios:

Sandra Montelpare dijo...

leí los tres textos Armando y sí todo esto es un combo insoportable! Falta lo peor. cuando vuelven y ponen su brazo al lado del tuyo para comparar color (tostado vs blanco teta) y el clásico vos no te vas a ningún lado?
El movilero y los Campanelli son insufribles. hasta hace no mucho los domingos me rajaba a Alvear abajo a leer frente al río pero ahora se lleno de estos mismos que describís tan bien y se acabó la pazzz

Armando De Giácomo dijo...

¡Compañera bloguera! Hablando de vacaciones la hacía precisamente disfrutando de ellas. Al menos esta vez no te choreé el post, ¿no?
El tema del tostado también merece un análisis. El color que traés es como una especie de indicador de que tus vacaciones fueron un éxito. Por eso se pasan horas friéndose al sol. Y si vos no volvés negra como Pelé, te comés la gastada de tus compañeros de laburo. "¿En dónde estuviste? ¿En un tupper?", te tiran.

Lean:
Yo también me pregunto lo mismo. Somos bichos raros.

Saludos para ambos!!!

Anónimo dijo...

Arman!!! Una vez más me diverti como perro con dos colas jajaja
Me mato "Nos vamos poniendo Tecno"
y "ah no sabés lo desenchufada que volví" jaja
Nada mejor que ir a esos lugares sin presencias humanas.
Bsoss Armann!!!

Belén

Sil dijo...

Mar del Plata me parece una ciudad hermosa. La conocí en el 2005 pero mi estado anímico no era el mejor y no la pude disfrutar, por eso decidí volver este año. La playa es inmunda y ya lo sabía, pero como me da asco el agua, no sé nadar y no puedo tomar sol, lo que más disfruto es el cemento, o mirar el mar desde lejos.
Me sorprendió la cantidad de gente que llevaba sus notebooks para controlar Facebook mientras desayunaban. Hay que ser enfermos!

Armando De Giácomo dijo...

La segunda frase es tal cual, Belén. La escuchás en todos lados.

Sil:
Mar del Plata es hermosa, coincidimos. Lo de la gente revisando facebook a cada rato es algo que aun no puedo entender.

Gracias a las dos por pasar!!!

Leno. dijo...

Recien llego de Mar del Plata. Tenías razón en todo. Que lindo volver a la paz y tranquilida de microcentro, donde la estadía en cocheras sale 50 en lugar de 80 pesos y tienen lugar para estacionar, no como en Mardel donde generalmente no tenían y había que dar vueltas por 15 minutos hasta encontrar un lugar a 7 cuadras del depto.

Armando De Giácomo dijo...

Te compadezco, Leno. Me imagino cómo estaría La Feliz para que añores el Microcentro. ¡¡¡Estalló el verano!!! Jajaja!!!