lunes, 28 de abril de 2008

Una mujer de principios


Ya desde los comienzos de aquella recordada estadía en el Noroeste argentino, Rita iba camino a convertirse en "el" personaje de las vacaciones. Y a paso firme, confinando a un segundo plano a mis otras dos compañeras de viaje, Gaby y Pato. Razones había y para todos los gustos.
Para empezar, Rita no era Rita. Ocurre que esa tendencia natural -y a veces cruel- de los humanos a poner sobrenombres a partir de algún episodio gracioso o desafortunado, a nuestra amiga Gabriela la marcó para siempre. Lo ocurrido en aquel hostel de la ciudad de Salta, sin querer trastocó su identidad. Es que más de uno que la hubiera visto irse a la cama ataviada con ese impecable camisón de raso brillando bajo su alborotada cabellera carmesí, la hubiese apodado "la Hayworth". Despojada, eso sí, del glamour hollywoodense. Convengamos que en un reducto para mochileros, no era su pretenciosa elegancia lo que shockeaba sino el contraste. De todos modos, esto fue lo menos importante.

Rita tenía un extraordinario talento natural para llamar la atención. Con cualquier cosa. Ya sea a través del furcio desopilante o dejando traslucir conductas que poco hacían en favor del buen funcionamiento del grupo. Más bien nada, me animaría a decir con respecto a esto último.
Voy a ir directo al meollo de la cuestión: a Rita la perdían las artesanías, y de una manera inimaginable. Planteado en estos términos, era de suponer que esta bella región de nuestro país representara para ella algo así como Disneylandia, el Edén o la Tierra Prometida. O las tres cosas juntas. Y hasta acá, todo bien; nadie discute que los gustos, las debilidades y las costumbres son asuntos de cada uno. Lo inaceptable es cuando empiezan a imponerse con descaro sobre los de los demás.

Los pueblos de Cachi, Seclantás, San Carlos, Cafayate, Tafí del Valle y la mismísima capital de Salta fueron testigos de su avidez por coleccionar souvenirs, de su voracidad por escudriñar negocio por negocio, vasija por vasija, poncho por poncho, mate por mate, telar por telar y llaverito por llaverito. Sin mencionar las piedritas que, con esmero, recolectaba por el camino y escondía bajo las alfombras del auto. Un informal y casi rutinario paseo de compras que al resto nos demandaba no más de media hora -y ya sobre el final del viaje ni siquiera eso-, a ella le ocupaba mañana o tarde completa. Recorría de cabo a rabo -con nosotros a cuestas, por supuesto- la calle o la plaza principal de cada pueblo. Con
speech educativo incluido: "que este es queso campero", "que este es queso serrano", "que esta vasija es de mala calidad", "que las mejores son las de no sé qué lugar"... Se aprendía mucho al lado de ella, visto desde un lado positivo. Había que ver si figuraba en nuestros planes incorporar tanto conocimiento.
Cuando el deber cumplido nos encontraba, al fin, a bordo del auto y con el motor en marcha, ella volvía a escuchar el irresistible llamado de otra tienda de artesanías. Muy a pesar de los bocinazos de advertencia y de los insultos de rigor. Y paradójicamente, el vehículo constituía su fiel salvoconducto. Sabía pícaramente que yo era incapaz de dejarla abandonada en medio de los Valles Calchaquíes y con lo puesto, o hacerla dormir bajo las estrellas en las ruinas de los malogrados indios Quilmes. En ese sentido competíamos en desigualdad de condiciones. El poderoso no debía abusarse del débil. Aunque, en este caso, el débil se esforzaba día a día para merecer un atronador escarmiento.
En algún momento y para fomentar -mejor dicho restablecer- la buena convivencia, implementamos un sistema de libertades individuales en el cual cada uno haría su vida, y a una hora prefijada nos reencontraríamos frente al auto para seguir viaje. Rita, por supuesto, se pasaba ese bien intencionado sistema por su mítico camisón de raso, por no usar una expresión más grosera. Con paso lento, aparecía recién cuando terminaba de inventariar el stock artesanal del pueblo de turno. Y guay del que se atreviera a ponerle límites. Yo era, según su particular visión, una especie de tirano que no le permitía dar rienda suelta a sus inquietudes artísticas. No sé si calificaba como tirano, pero mi papel se acercaba cada vez más al del recio Glenn Ford en la película "Gilda". Por lo de la memorable cachetada a la verdadera Rita.

Así las cosas, llegamos con cierto fastidio acumulado al hermoso pueblo quebradeño de Purmamarca. Nuestra versión apócrifa de la Hayworth se había convertido en una criatura ingobernable, y sólo su veta humorística -hay que reconocerlo, nobleza obliga- la mantenía aún en la categoría de personaje querible, la alejaba del cadalso.
La plaza era una gigantesca feria de artesanías a cielo abierto y los negocios que la rodeaban tampoco se quedaban atrás. No hace falta a esta altura que lo diga: nuestra amiga estaba en el mejor de los mundos y esta vez la respetamos, nos "olvidamos" de ella por un rato y salimos a caminar por detrás del Cerro de los Siete Colores a través de una huella que se alejaba del pueblo y se internaba en las montañas. Queríamos ver algo más que jarros, jarritos y jarrones. Queríamos empezar a rebelarnos.
Cual simpática burla del destino, en medio de ese entorno salvaje, colorido y solitario nos topamos con un niño que, sentado junto a un puñado de artesanías desparramadas sobre una manta, esperaba paciente el paso de los pocos turistas que solían aventurarse por allí. Reconozco que en otro contexto más urbano este pequeño y su mercancía hubiesen pasado inadvertidos, pero el hecho de verlo en ese descampado y bajo ese sol impiadoso nos impulsó a comprarle algo, a realizar la buena acción del día.
"¡Mirá si estuviera Rita!", imaginamos en voz alta con una inocultable sonrisa, demostrando que hasta con sus defectos se hacía difícil no evocarla.
Reanudamos la marcha trepando por una suave cuesta, y cada vez que revisábamos nuestra retaguardia para admirar el paisaje desde las alturas, allí lo seguíamos distinguiendo al niño. A cada paso que dábamos, más chiquito, a cada paso, más solitario.
Sin embargo, a lo lejos se acercaba otra persona, quizás otro turista, quizás otro ocasional cliente.
"¿No será Rita, che?", arriesgó una de las chicas en broma. "¡Sí, me parece que es ella; al menos camina como ella!", volvió a insistir eufórica al observar con mayor atención. Sinceramente no me la imaginaba dándole un recreo a su obsesión por el merchandising telúrico para venir a "perder tiempo" entre montañitas de colores. Pero debíamos otorgarle el beneficio de la duda. Con el zoom de mi cámara fotográfica pudimos estudiar con más detalle a esa silueta que se aproximaba al improvisado puesto de artesanías. Y sí... de acuerdo al pelo, a la forma de caminar y a la ropa parecía ella, nomás.
"Esto se aclara muy fácil y rápido...", me adelanté yo; "...Digamos que hasta ahora existe un 90% de probabilidades de que sea Rita. Si llega a pararse en lo del pibe... ¡¡es Rita!!", concluí como planteando un juego de lógica en medio de la aridez de la pre Puna. Es decir, sumatoria de coincidencias: "si tiene orejas de perro, olor a perro, y ladra como un perro, es un perro", asegura una famosa regla aplicable a cualquier situación, y seguramente también a ésta.
Sin embargo, algo debe haber fallado porque, para decepción de todos, la supuesta Rita pasó de largo. Tragamos saliva desorientados. ¿Era o no era?
Con el correr de los minutos confirmamos que efectivamente se trataba de ella y retrasamos la marcha para permitir que nos alcanzara. Nos carcomía la curiosidad. Nos salíamos de la vaina por conocer el motivo por el cual, no solamente no se detuvo, si no que además lo ignoró. Menudo detalle, este último.
Apenas la tuvimos a tiro la interpelamos casi a coro.
"A vos te pasa algo...", le lanzamos a modo de recibimiento con tono de pregunta-afirmación. "No, ¿por?", respondió sorprendida mirándonos de a uno por vez y guardando cualquier tipo de recriminación -no tenía derecho- por haberla abandonado en la plaza de Purmamarca. "¿Qué pasó, entonces, que no te paraste allá abajo en el puestito de artesanías del chico?", sonó más como reto -por antecedentes debía haberlo hecho- que como pregunta sembrada de ironía. La respuesta de la inefable Rita no se hizo esperar ni un segundo; ni medio, diría yo: "Estoy en contra de la explotación infantil", concluyó indignada.

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